12.1.10

La restauración

Costó tiempo y trabajo, pero viendo los resultados concluyo que valió la pena. 

Nunca pinté ni una madera, mucho menos una pared, y menos todavía una casa entera; por lo que el esfuerzo fue doble. No solo fue el trabajo de pintarla sino también, el de ingeniármelas para hacerlo.

Además, no lo planeaba. De hecho, ni siquiera lo creia necesario. Hizo falta que una tormenta trajera el agua que las desteñiría para que cayera en la cuenta de la fragilidad de esos colores. Y no sólo eso; las paredes se llenaron de manchas de humedad que levantaron la pintura, haciendo que poco a poco se caiga a pedazos, solamente con un soplido.

Ante esa situación, comencé a sentirlo vital,  el desgano y la desilusión me agarraron del cuello de la remera para dejarme inmóvil, parada en a misma baldosa, por un rato. Sin quererlo, acostumbrarme a vivir entre paredes descoloridas, empezó a ser una opción.

Fue un día no muy diferente a todos los que se venían sucediendo que el timbre sonó. Con poco apuro abrí la puerta, pero no vi a nadie. Ningún ser humano parecía haber presionado el cilindro de plástico. En cambio, había tres latas de pintura en el piso, mirándome como trillizos abandonados. Tres latas cerradas, de pintura impermeable. Pintura?  No sabía si tomarlo como un milagro del destino o como una cargada. Las dejé en la puerta.

Ahí quedaron. Cada tanto abría la puerta y las miraba. Cada vez más de cerca. Un viernes la curiosidad me llevó a las ganas y las ganas a abrirlas. Cada una era de un color diferente. Era justo lo que necesitaba, pero todavía no me cerraba la relación costo beneficio, era mucho el esfuerzo para correr el riesgo de empapar mis paredes con agua coloreada, que se saldría con el vapor de una llovizna de verano. No.

Las tapé de nuevo.

Pero cada tanto las miraba. Las destapaba. Las tapaba. Las olía. Las miraba de cerca. Las tocaba. Las tapaba de nuevo. 

Y si. El día de arremangarse me llegó, como nunca mi alma perezosa pensó que podía llegar. Primero lija, mucha lija. Después una base blanca. Y finalmente, destapar las tres latas y sumergir entero mi pincel dentro de ellas. Finalmente, la pintura. 

Tardé, pero mucho menos de lo que creí. Ahora lo pienso y es impresionante; no sé por qué me costó tanto decidirme a la restauración. 

Sé por seguro que tengo la casa más linda que vi hasta ahora, porque lo mágico vino con el contraste.

Y que todo juicio es relativo. Porque lo que creí el 'Taj Mahal', resultó ser un chalet pintoresco de no muchos metros cuadrados. Lo que se veia fucsia, terminó siendo rosa pálido. Viví cobijada por paredes coloreadas con pintura que aparentaba perenne, y disfruté el vivaz color que le daba a mi casa mientras se mantuvo intacta. Pero se destiñó, secó y descascaró en lo que dura un estornudo. 

Ahora simplemente me dedico a disfrutar el resultado. Mayor comodidad. Mayor luminosidad. Mejor a la vista y también al resto de los sentidos. Justo lo que necesitaba.

Y si, finalmente me inclino por la opción 'milagro del destino'.

Y caigo en la cuenta de eso cada vez que miro una foto de mi casa vieja.



No hay comentarios.: